La Orden del Temple fue fundada en Jerusalén alrededor del año 1119 por Hugo de Payens, un caballero noble de la región de Champaña (Francia), junto con otros ocho compañeros.
Su propósito inicial era proteger a los peregrinos cristianos que recorrían los caminos peligrosos hacia los lugares santos, especialmente después de que Jerusalén fuese tomada por los cruzados en 1099.
El rey Balduino II de Jerusalén les cedió una parte del antiguo Templo de Salomón, sobre la explanada del Monte del Templo, lo que dio nombre a la orden: Pobres Caballeros de Cristo y del Templo de Salomón.
En 1129, la Orden fue reconocida oficialmente por la Iglesia en el Concilio de Troyes, con el apoyo del influyente monje Bernardo de Claraval, quien redactó la Regla Latina de la Orden, inspirada en la de San Benito. A partir de entonces, los templarios obtuvieron privilegios e inmunidades que los convirtieron en una fuerza autónoma, directamente subordinada al Papa.

La Orden creció rápidamente, convirtiéndose en una fuerza internacional.
Su estructura jerárquica incluía un Gran Maestre, comandantes, caballeros, sargentos y capellanes.
Se organizaban en casas y fortalezas por toda Europa y Oriente Medio.
Los templarios no solo combatían en las cruzadas, sino que también construyeron castillos estratégicos como Tortosa, Gaston o Safed. Además, participaron en numerosas batallas clave, como la de Montgisard o la defensa de Acre.
Poder económico y expansión europea
Los templarios también fueron hábiles gestores económicos. Administraban tierras agrícolas, explotaban recursos y ofrecían servicios de custodia y traslado de dinero, lo que los convierte en pioneros de la banca medieval.
Nobles de toda Europa les donaban tierras a cambio de amparo espiritual.
Establecieron redes en países como Francia, Inglaterra, Portugal, Castilla, Aragón, Italia y Alemania, y sus propiedades incluían granjas, iglesias, molinos y fortalezas.
Su influencia creció hasta rivalizar con la de los reyes.

La caída de la Orden
Tras la pérdida definitiva de Tierra Santa en 1291, con la caída de Acre, la razón de ser militar de la Orden se debilitó, sin embargo, su riqueza y poder político los mantuvieron en el centro de la escena europea.
El rey Felipe IV de Francia, acuciado por deudas con la Orden, conspiró contra ella.
En 1307, ordenó el arresto de todos los templarios en su reino bajo acusaciones de herejía, idolatría y sodomía. Muchos confesaron bajo tortura.
El papa Clemente V, presionado por Felipe, disolvió oficialmente la Orden en 1312, y su último Gran Maestre, Jacques de Molay, fue quemado vivo en 1314.
Legado real y presencia en museos
A pesar de su trágico final, el legado templario ha perdurado. En la actualidad, pueden verse rastros reales de su existencia en museos como el Musée de Cluny (Francia), el Museo Arqueológico Nacional de Madrid, el Museo de Cluny, el Museo Nacional de la Edad Media y el Castillo de Tomar (Portugal), sede de los templarios en la península ibérica.
Sus fortalezas, documentos, sellos y cruces patadas permanecen como prueba irrefutable de su influencia en la historia europea y eclesiástica.

La Orden del Temple fue una institución única, más singulares de la Edad Media al conjugar espiritualidad y guerra en una estructura sin precedentes.
Su creación respondió a una necesidad concreta: proteger a los cristianos en Tierra Santa.
Su éxito los convirtió en una de las organizaciones más influyentes de su tiempo, pero su poder despertó temores y envidias que acabaron llevándolos a una caída abrupta y violenta.
Hoy, el estudio de los templarios continúa arrojando luz sobre las complejidades de la espiritualidad, la guerra y el poder en el mundo medieval. Su influencia perdura. Los vestigios reales que conservamos en museos y monumentos dan testimonio de su verdadero papel en la historia europea, siendo un legado tangible de la historia Medieval.